El tiempo, eso que pasa aun cuando nada pasa
Los hechos sucedidos entre todos los posibles son una pura casualidad, una alineación de factores que se nos escapan y que vienen a dar en un devenir que pudo ser cualquier otro. Decir esto es tanto como decir que nadamos en el amplio mar de nuestra suerte, que se cruza, a su vez, con la fortuna de todos los demás y de todas las cosas. Nuestra vida, vista así, es poco más que la trayectoria que sigue una bola de billar sobre un tapete. Habría una primera energía, tentado estoy de llamarla, motor inmóvil, a partir de la cual las bolas se chocan, se atraen y repelen en un juego que podríamos, al fin, definir como de movimiento continuo, o así nos parecerá, continuo, en nuestro pequeño tiempo, una nimiedad en comparación a todo el que transcurrirá después de terminar de leer estas líneas, y en el que ha trascurrido antes de que estas líneas hayan sido escritas.
Con todo esto no quiero decir nada. No es una reflexión profunda, no es ninguna aportación que alumbre hipótesis para antes del Big Bang. Este texto es bizantino, inútil y prescindible. El tiempo que se pierde en leerlo bien podría usarse en tomar un té, o en limpiar una lámpara sin esperar que de ella salga un genio a cumplir nuestros deseos, en pasear por una calle otoñal, sobre una alfombra de hojas muertas. Es un texto más amigo de Bergson que de Eisntein. Más para Rilke que para Freynman. Pero al fin se nos plantea el dilema de la escritura. Unas notas a pluma sobre un papel en la esquina de una cafetería. Cualquier frase escrita es imborrable. Hay que tacharla y sustituirla por otra. En un mural lleno de pizarras, las ecuaciones pueden desvanecerse y hacerse polvo con facilidad, ser sustituidas por otras más exactas. Hermosos símbolos, como la estilizada y larga s que integra entre un exactamente definido intervalo. Un verso tachado, acotado entre paréntesis, excluido de la masa final del poema. Un ocho acostado sobre el infinito, durmiendo eternamente. Un electrón voltio flotando en el polvo de una tiza. Y Rilke defendiendo junto a otros, que la infancia se encuentra en un patio de Sevilla. La infancia tiene la masa de un fotón, el alucinado encuentro entre dos mentes en las manchas informes de una acuarela. Los humanos nos encontramos en esos golpes de bolas entregadas a la fortuna que al fin somos.
Esta reflexión delata, acerca del ser humano del siglo XXI, probablemente, tanto como una fórmula de Einstein u otra de Feynman delatan comportamientos de otros fenómenos naturales, solo que por razones que aún no debemos tener la suficiente madurez para comprender, les damos más valor a estas porque con ellas hemos hecho bombas y luces de neón, cohetes espaciales y microscopios electrónicos; y con aquellas no sabemos qué hacer porque solo hablan de nosotros, de lo incómodos que nos sentimos en el mundo que hemos construido a nuestro alrededor que se nos ha ido de las manos y ya nos creemos gobernado por él. Qué se puede hacer con eso, nada, aliento en el aire, partículas transmitiéndose unas a otras movimientos verticales ( o laterales, no me acuerdo muy bien cómo se transmite el sonido) Por cierto esta idea de las bolas de billar ya la había desarrollado, entre otros, Fernando González Ochoa, de otra manera (martes 14 de enero de 2020). Pero sé que no es plagio, seguro, porque tú nunca me lees.
ResponderEliminarLo que uno lee siempre queda por ahí, rebotando como bolas de billar. Comentario magnífico y trabajado.
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