De películas
Queridos hermanos en la fe de la palabra. Ante la proximidad de la Semana Santa me han sobrevenido estas reflexiones que he querido compartir más que nada para lucir mi excelente prosa y mis agudas ideas, y después por evitar la muerte por inanición de este blog. Por último, si les sirvieran como guía y luz de sus vidas, ustedes sabrán adónde quieren ir a parar.
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Ayer vi una película. Una científica descubría evidencias empíricas de la continuidad de la vida después de la muerte. La cosa era irrefutable. Además, cada vez más gente estaba teniendo experiencias de contactos con entidades que se suponían «espíritus» o «fantasmas»; en términos generales, gente que ya había muerto físicamente.
Total, la científica pedía voluntarios para explorar este nuevo «mundo»; en llano, gente que se dejara matar para enviarlos a ese otro lado con una cámara web en la cabeza fantasmal – ella decía «monitorizar», no explicaba cómo; supongo que habría descubierto algún tipo de aparato que le permitía percibir desde el otro lado.
Era una película americana, así que la primera reacción de la gente era suicidarse en masa y los que no eran capaces de hacerlo por sí mismos se presentaban voluntarios para que la doctora lo hiciera por ellos. Un signo habitual de la conciencia de sociedad enferma que tienen de sí mismos. O al menos que tienen de su sociedad los guionistas de las películas.
Yo pensé, ¿cómo reaccionaría la población europea, española mismo, ante un anuncio como este? Primero, sospecho, riéndonos en la cara de la tipa, por muy doctora que fuera. Y segundo diciendo, vayan ustedes delante y ya me cuentan cuando yo llegue. Aunque esto es acudir a lo tópico, el supuesto carácter sardónico mediterráneo o algo así, la socarronería del sur. Tal y como vamos de imitación de las culturas imperantes, seguro que nos comportamos igual que como las películas dicen que se comportarían los americanos, somos una de sus provincias culturales.
Hace tiempo me quedé admirado de una película española de tipo fin del mundo. El sol iba a sufrir una enorme explosión y acabaría con toda la vida en la Tierra. Los personajes se reunían en casa de amigos y tomaban una última cena. Se fumaban todo el material fumable, del de humitos de olores, de que disponían y simplemente se iban a su casa a pasar el último día sentado junto a su padre o madre, o cualquier otra familia que tuvieran, a ver cómo sucedía todo. Una cosa que llamaba la atención, cosas que se les ocurren a los guionistas, era que en los geriátricos a los viejos les daba por celebrar fiesta. Bailaban y reían por lo que iba a ocurrir. La explicación era que ya no se sentían aislados, apestados, ahora sentían que formaban parte del destino de todos y eso les alegraba porque ellos ya estaban hechos a la idea de una pronta muerte. (¡Cuidado!, no era un reproche a los más jóvenes que ellos, no estaba planteado como un ¡jódanse todos!) En fin. Cosas de guionistas.
Siempre pienso mucho en la muerte. Cada vez más, ahora que estoy a punto de jubilarme. No en la muerte en sí sino en el camino que lleva hasta allí que me parece lleno de malezas y trampas. Eso es lo que más me preocupa. Siempre he pensado que he llevado una vida demasiado saludable y que este jodido cuerpo me tiene reservada una sorpresa. Esperemos que no, que la transición sea amigable. En cuanto a lo que haya detrás de la puerta. Pues no, no consigo imaginar nada. Fantasear todo lo que quieras pero me temo que tengo un espíritu de cartón piedra, bastante materialista. Y eso que me intereso por las religiones, por lo trascendente y tal. Pero es, supongo, parte del instinto de supervivencia. El deseo de alcanzar algún tipo de superpoder más allá de los límites de la materia. Dice Aleisteir Crowley que tiene que ver con el desgaste de la energía sexual, ese resurgir de las inquietudes espirituales en la vejez.
Si me exploro por dentro solo veo huesos y sangre y venas y grasa y, en fin, engranajes que mantienen esta máquina en funcionamiento milagrosamente, pese a lo poco compasivo que soy con ella. Bueno, tampoco tanto. En realidad nada. He sido siempre muy precavido, cauto, atento a los desmanes, nunca me he dejado resbalar demasiado. Un poquito, sí, pero no demasiado. Siempre me pareció que obrar a lo loco era de imbéciles, no de audaces, aunque también me pareció siempre que quedarse corto en los actos dejaba mucha insatisfacción. Creo que me quedé justo en el medio. Bueno, me faltó un poquito de sal y pimienta.
En la misma película, creo, o en otra, da igual, alguien dijo que todo ser humano tiene momentos esplendorosos que recordar en su vida. Me asusté pensando, otro reproche más que hacerme, ¿cuales son mis momentos esplendorosos?, y empecé a buscar mis momentos esplendorosos.
Vi otra película, de los hermanos Cohen, por cierto. En uno de los relatos, un buscador de oro explora un valle en busca de la veta de oro. Recoge barro, lo lava en el arroyo y cuenta cuántos granitos de oro consigue pillar. Así andaba yo lavando el barro de mi existencia. Me pasé la tarde entera. Algunos conté. No suficiente, supongo para asegurar que había una veta. Pero algunos conté.
Y a veces es oro todo lo que reluce, como el relato de esta reflexión. Gusto-me mucho.
ResponderEliminarNo soy tan anónima🫥
ResponderEliminarExcelente prosa y aguda reflexión. Yo pienso poco en la muerte porque me distrae cualquier tontería.
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