Ícaro contra las águilas

 

 

Para la familia fue una noche muy feliz. Nunca habíamos visto a mi padre en aquel estado de serena y, al mismo tiempo, eufórica felicidad. Era una persona muy contenida, nada lo alteraba, pero quienes lo conocíamos sabíamos por su expresión qué cosas sucedían en su interior. Después de más de quince años de investigación y dedicación, su trabajo se veía al fin reconocido. Yo sé que en ocasiones se sintió tratado como un loco o un excéntrico. La teoría del accidente imperaba por aquel entonces. Estaba tácitamente reconocida y pocos la cuestionaban. En el fondo, muchos consideraban que después del tiempo transcurrido era una cuestión irrelevante. Para mi padre, sin embargo, fue su vida demostrar que su hipótesis, que también defendieron los profesores Viera y Domínguez, era correcta.

El acto estaba previsto que se celebrara en Madrid pero, finalmente, las autoridades optaron por trasladarlo a Berlín y retrasarlo dos semanas para evitar que coincidiera con el alunizaje del Sigyn XI, previsto para el 21 de julio. Desde el gobierno, alguien allegado al General Salgado, posiblemente un secretario, llamó a casa y habló con mi padre para organizar el vuelo y el alojamiento, y para pedirle una copia del texto que pensaba leer en el Reichstag. Una de las salas adyacentes al imponente edificio iba a albergar el acto. Se especuló, aunque luego no fue así, que acudiría el Führer en persona que en aquel momento era Gerhart Hebbel.

No era posible llamar a Viera puesto que había muerto en 1962. Domínguez seguía vivo y mi padre lo telefoneó inmediatamente. Muy anciano, apenas se enteró de lo que le contaba. Sus hijos descartaron de inmediato la posibilidad de trasladarse con él a Berlín y consideraron suficiente que mi padre lo mencionara en su discurso dedicándole algunos párrafos de reconocimiento.

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Intervención del profesor Pedro Cano en el Reichtag el 2 de octubre de 1969.

«Señores Generales, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades, señoras y señores.

Es un gran honor estar aquí ante ustedes esta noche. Me siento acompañado no sólo por quienes se encuentran en este foro, también siento junto a mí a los compañeros de profesión que por circunstancias no han podido desplazarse a Berlín. Al mismo tiempo, he de mencionar dos grandes ausencias. Dos personas sin cuya iluminación y aliento este acto nunca hubiera tenido lugar: los profesores Alfonso Viera y Arturo Domínguez. Viera, desgraciadamente, nos abandonó para siempre hace ya seis años y Arturo Viera, debido a su avanzada edad, se encuentra en un estado de salud que no le ha permitido estar esta noche con nosotros. Ellos me enseñaron a amar la historia y a buscarla donde la historia nace, en sus fuentes, que en gran medida son los archivos, tantas veces crípticos, fraccionarios, ingratos y caóticos. En ellos conviven legajos irrelevantes con unos pocos que iluminan desde el pasado nuestro presente. El ejercicio de nuestra labor, la de los historiadores, supone la entrega al extremo rigor usando una casi ilimitada paciencia.



Hace muchos años, tras la Victoria y la conquista del Reino Unido una ingente cantidad de material de archivo se puso a nuestra disposición abriéndose un vasto terreno de investigación. Se trataba de un material en gran desorden debido a las desastrosas consecuencias de la guerra en aquel país. Material además de difícil acceso causado por la lógica precaución de nuestras autoridades a la hora de desclasificarlo. Alfonso Viera y Arturo Domínguez, en base a testimonios orales que databan del mes de julio de 1936, insistieron en la necesidad de que algunos de nosotros investigáramos in situ en los archivos de la RAF, donde quiera que estos se encontraran, desplazándonos a donde quiera que hiciera falta. Al mismo tiempo, —tal era su fe— reclamaron el inicio de la vía arqueológica de investigación, con todos los grandes costes que pudiera suponer. Fue aquí donde comenzó la parte de mi trabajo que más satisfacción me produciría al cabo de los años y que, también, más dificultades supuso. Solamente esbozaré mi labor en grandes líneas.

Dediqué muchas horas de mi vida a tratar de convencer a las autoridades de que nuestra hipótesis del derribo era mucho más que posible. Escribí cartas a todas las instituciones que pudieran tener competencias en el asunto o interés en nuestra causa. Esperé respuesta con paciencia y casi siempre en vano. Conocí salas de espera en Canarias, Madrid e incluso aquí, en Berlín, en el cuartel general de la Kriegsmarine en Shell-Haus. Apelamos a universidades, entre las que destaco la de Estrasburgo por su enorme prestigio. Durante mucho tiempo sólo recibí rechazos y evasivas.

Lo que en aquel entonces me pareció una actitud incomprensible por parte de nuestras autoridades, me parece ahora, con la perspectiva de los años, la lógica consecuencia de la larga guerra que sufrimos. Nuestros líderes consideraron que los medios de que disponían no debían, en aquel momento, ponerse al servicio de unas tareas que no entendieron apremiantes. En este sentido, debo defender la importancia del estudio de nuestra historia, aunque no siempre deba considerarse urgente. Por fin, después de la insistencia, en diciembre de 1963, acostumbrado ya a toda forma de rechazo, recibí una carta que provenía directamente de la Capitanía General de las Islas Canarias. Se me citaba en el Arsenal Naval de la Marina en Las Palmas de Gran Canaria para concretar qué medios necesitábamos en nuestra investigación. Fue la luz al final del túnel».

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27 de enero de 1964.

A mediados de enero de 1964 el mal tiempo, ocasional en aquellas latitudes, azotaba la costa oriental africana desde Casablanca hasta Cabo Yubi. El temporal se dejaba sentir en las Islas Canarias. Fuertes vientos levantaban olas sobre los paseos marítimos y obligaban a las embarcaciones más pequeñas a permanecer refugiadas en sus puertos. Eran circunstancias pasajeras. Un avión de patrulla marítima y reconocimiento ya se dirigía desde Wilhelmshaven a la Base Aérea de Gando. Cuando el tiempo mejorara su misión sería recorrer la costa africana de norte a sur, partiendo de Cabo Yubi, la zona cero o de mayor probabilidad de hallazgo del pecio, hacia el norte. Si hubiera éxito y el Detector de Anomalías Magnéticas (DA, por sus siglas en alemán) que equipaba el aparato detectaba los restos del avión, el siguiente paso, dependiendo de la profundidad, consistiría en enviar buzos que reconocieran la zona y los restos. Si correspondieran con los del Dragone Rapide se analizaría la conveniencia o no de izarlos a la superficie.

En la mañana del 27 de enero el Dornier de patrulla marítima de la Kriegsmarine despegó de Gando en dirección a la costa africana. A unas 2 millas al norte del humedal de Khenifiss, el DA del avión emitió señales fuertes y claras ante la presencia de metal bajo la superficie del agua. Se lanzaron dos sonoboyas y se marcó la zona. Cano, que había sido autorizado a ir en la aeronave y colaboraba con la tripulación, dio un salto y su gesto se iluminó. Su rostro alivió la preocupación que le iba ganado desde que tocaron la costa y viraron hacia el norte. Sin embargo, pronto la situación pasó a ser justo la contraria de la que en un principio temía, frente a la ausencia de señales, su abundancia. En apenas una hora de lento vuelo se dieron otras seis evidencias relevantes, cuyas zonas también quedaron marcadas. La prudencia hizo que el avión regresara a la base. Había, de momento, suficiente trabajo para los barcos y los buzos. Cano regresaba a tierra desconcertado. Nunca hubiera imaginado una situación así.

Lo que encontraron los equipos en la primera inmersión fueron dos cañones del Siglo XV, cubiertos en parte de limo, en parte de moluscos, probablemente destinados a la torre en ruinas de Santa Cruz de la Mar Pequeña, una fortificación castellana abandonada hacía siglos. No hubiera sido un gran revés si en el siguiente punto no hubiera aparecido otro cañón de similares características. A los pocos días, medievalistas españoles se hacían eco de la noticia. Presionaban desde hacía años para la restauración y conservación de la vieja torre de la que casualmente habían aparecido ahora tres de sus piezas.

La tercera boya marcaba un pesquero en muy mal estado, aunque no demasiado viejo, de cuyo siniestro no se tenía noticia. Por la descripción de los buzos y las borrosas fotos que habían tomado parecía llevar en el lecho marino unos seis o siete años.

El comandante de las operaciones citó a Cano en su despacho. La investigación parecía una pérdida de tiempo. Los kilómetros cuadrados que quedaban por cubrir, la fragilidad de las pistas y el fracaso de los hallazgos no alentaban a proseguir la búsqueda. El Dornier de patrulla permanecería en tierra al menos hasta que todos los puntos marcados por las boyas fueran examinados por los buzos. Pedro Cano defendió su trabajo, pero sabía que no tenía a su alcance a las personas que, en última instancia, daban las órdenes y tomaban las decisiones. Si su hipótesis era cierta, las autoridades tendrían un argumento histórico para hacer más fuerte a la Patria. Pero era necesario que la búsqueda diera frutos cuanto antes.

Al anochecer del 2 de febrero, tocaron insistentemente en el cuarto de Pedro Cano. Se encontraba repasando los mapas que le habían traído aquella misma mañana. Dos oficiales le pidieron que les acompañara al despacho del comandante en la capitanía. Recorrieron Las Palmas en coche, sigilosamente, bajo una lluvia suave e insistente. Sobre la mesa del comandante estaban las fotos de los restos que habían aparecido bajo la cuarta boya. Eran de un avión, pero no de un Dragon Rapide. Se trataba de la imagen de una cola de aeroplano que el comandante no sabía reconocer. A Cano se le erizó el vello de los brazos, conocía perfectamente la silueta, aunque no esperaba encontrarla allí. Se trataba de un Gloster Gauntlet, un caza británico que usó las RAF a partir de 1935. Viera y Domínguez habían registrados testimonios orales del avistamiento de dos aviones de la RAF en la Base de Gando en los días anteriores al 18 de julio de 1936. Testimonios que ni siquiera habían sido rebatidos, sino, directamente, ignorados. Un tren en sombras avanzaba por el túnel. El comandante ordenó que, tan pronto como amaneciera, los buzos se dirigieran a la quinta boya y que se estudiara cómo sacar a la superficie el biplano de la cuarta.

Cano no durmió. Solicitó permiso para embarcarse y el deseo le fue concedido. Llegó a tiempo de ver cómo izaban muy lentamente, para evitar que se partiese, lo que quedaba del caza británico de la cuarta boya. Ya no sintió un estremecimiento, sino como si el aplomo fuera algo físico que se instalaba en su carácter cuando vio el fuselaje, con la escarapela de la RAF, escurriendo agua marina sobre la cubierta de El Cid. Cano se dirigía al puente de mando cuando el capitán del barco lo alcanzó por el pasillo. Los buzos de la quinta boya acababan de describir por radio lo que habían visto: otro avión, en buen estado de conservación, biplano también, con cobertores aerodinámicos para el tren de aterrizaje. Era, sin duda, el Dragon Rapide. El motor de babor y su semiala estaban a escasa distancia del resto del aparato. Por lo demás, el avión se encontraba en un excelente estado de conservación. No había restos humanos en el interior ni en las proximidades del lecho marino donde fue encontrado.



El Gloster Gaunlet fue izado con éxito sin apenas desperfectos. Esto se tomó como una prueba de que el Dragon Rapide, por el que se tenía mucho más interés, podía ser rescatado del fondo marino sin sufrir daños. Así fue. Veintiocho años después el avión volvía a Gando y sus restos quedaron depositados y custodiados bajo el techo seguro de un hangar de hormigón armado.

El día en que Cano fue autorizado a entrar en el hangar se despertó mucho antes de que amaneciera. Intentó hacer tiempo con un afeitado lento y apurado y un aseo excesivo, se vistió con tanta lentitud como pudo. Aun así, se presentó en la capitanía con casi una hora de adelanto. Después, una pequeña caravana militar abandonaba la capitanía y superaba las barreras de la Base de Gando un rato después. Cano entró en el hangar rodeado de unos quince militares de diferentes rangos vestidos con una pulcritud casi ridícula. Le rodeaban expectantes esperando sus palabras. No había fotógrafos ni otros testigos. Desde la entrada del hangar, a mucha distancia aún del fantasmagórico avión, iluminado por los focos, se percibía el fortísimo olor a mar que había calado su piel y su esqueleto de madera. Al haberse quebrado el tren izquierdo, carenado, como las patas emplumadas de ciertas aves, el avión se inclinaba alzando el ala de estribor como queriendo tocar el techo. Cano se aproximó con paso sereno. Sonaban sólo, con el eco devuelto por el hormigón de las paredes, las treinta botas contra el suelo. Acarició el fuselaje. Rodeó el avión. Se detuvo en examinar el interior por cada una de las violadas ventanillas. Se agachó sobre la góndola del motor de babor. Mejillones en el escape. Si olvidaba haber pasado por alto algún fragmento ya examinado, volvía atrás seguido de su corte. Así pasó más de cuarenta minutos. Algunos de los militares habían buscado asiento. Otros, con las manos cogidas a la espalda, habían desistido de seguirlo alrededor del aparato. ¿Qué más se podía mirar que no se hubiera mirado ya?

Entonces, Cano pidió a un coronel, aburrido sobre su silla, que se acercara. Este lo hizo con displicencia. No estaba acostumbrado a recibir siquiera sugerencias de un civil. El dedo índice de Cano entró por un orificio en el fuselaje. Junto a él había varios más. En el carenado del motor de estribor aún había algunos más y también en el ala de estribor.

Mire, coronel. Son impactos de bala de gran calibre. En esta zona está el depósito de combustible. También quedó afectado al menos un motor. El piloto debió poder controlar el aparato hasta el último segundo porque el choque con el mar no fue tan violento como cabría suponer después de haber recibido tantos impactos.

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Intervención del General Salgado en el Reichtag el 2 de octubre de 1969.

«Señores Generales, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades, señoras y señores.

A la grandeza de la Patria contribuimos todos nosotros, cada cual en su papel. Unos contribuimos defendiéndola y agrandándola, otros, como hemos podido comprobar esta noche, estudiando su pasado con dedicación. Es una gran satisfacción comprobar el agradecimiento de ciudadanos como el profesor Pedro Cano. El profesor encontró en nuestras Fuerzas Armadas los medios y el apoyo para su investigación. Los resultados de dicha investigación plantean muchas preguntas que me hago. Me las hago, no sólo como militar y como patriota, sino como lector de este trozo de historia que ahora hemos descubierto. Parece que hay momentos en la historia en que las cosas dependieron de unas horas o unos minutos. O de las decisiones ilegítimas que en un despacho lejano alguien tomó por España. ¿Cuál hubiera sido nuestro destino si el gobierno del Reino Unido hubiera decidido no apoyar a la República Española, aliada del bolchevismo? Si el general que viajaba en el Dragon Rapide hubiera llegado a buen término su rebelión contra el bolchevismo me atrevo a decir que Alemania pronto hubiera encontrado en España el fiel aliado que ahora tiene. España se hubiera sumado a la cruzada y se hubiera facilitado la intervención de la Wehrmacht en Gibraltar, puerto y base, espina y fuerte, puerta y llave del Mediterráneo, cuya conquista tanto sacrificio costó a la Patria. La guerra no hubiera llegado a España como llegó. La guerra, con España hombro a hombro con Alemania, lo digo mirando de frente a la bandera que tengo ante mí, no se hubiera prolongado horriblemente hasta el 53. Pero la historia es irrepetible. Sólo podemos aprender de nuestros errores. Para aprender debemos estudiar, descubrir y analizar. Esta noche damos las gracias al profesor Pedro Cano y a todas las personas y medios que han contribuido a iluminarnos. Pensemos en el consuelo que supone saber que el Destino es siempre necesario, aunque los caminos que a él nos conducen puedan ser en muchas ocasiones contingentes y azarosos».

Pedro Cano tenía la vista fija en los brazos y gestos grandilocuentes del General Salgado, pero su pensamiento no estaba en aquella sala. En su cabeza se repetían la imagen continua que durante tantas horas vio por la ventanilla del Dornier de vigilancia y patrulla, unida en su memoria al ruido inagotable de los motores. La costa africana batida incesantemente por las olas, milla tras milla. El sol infatigable sobre la arena.

 

 

 

 

Reconocimiento a la foto incluida: De L'Aerophile magazine - https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6553661g/f21.double, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=70585112

Comentarios

  1. Una curiosa distopía. Una doble vuelta. En España, eso se sugiere, ganaron la guerra los republicanos con el apoyo de Reino Unido y a cambio en Europa se perdió contra el nazismo. Y ahora todos somos nazis orgullosos de un pasado victorioso y un futuro esperanzador.

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  2. Estupendo relato de historia-ficción en estilo documentalista, con ritmo bien calculado y la entrega de información medida en beneficio de la progresión narrativa.

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  3. Gran ejercicio de imaginación distópica.

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  4. ¡Gracias por los comentarios! Pretendía ser una ucronía. Peliagudo el asunto, como dice Carlos, de ir gestionando la información sin dar muchas pistas y destripar el asunto.
    Lo escribí cuando se pusieron de moda las ucronías hace unos años y el amigo Lino me descubrió la palabra (él no se acordará). Lo saqué del cajón para ver si le vamos dando vidilla al blog.

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