El viento, hoy

 Hoy hacía un viento tremendo cuando saqué a Poncho por la mañana. Las altísimas palmeras del parque se cimbreaban peligrosamente, empeñadas en mantener su altivez ante la brutalidad del aire, y casi como desafío se mecían a un ritmo más lento que el loco rocanrol  de los árboles, más abajo, lanzando hojas como confeti, saludando con feroz alegría a los danzarines remolinos de basura por las calles, que los barrenderos, que comienzan su jornada a esa hora, tendrán que atrapar con cazamariposas. 

Voy leyendo, como siempre, pero ya no en voz alta, porque el viento arrastra las palabras y no me llegan hasta el oído; y si me descuido me borra hasta las letras antes de que lleguen a los ojos. Me empeño, sin embargo, con la cabeza baja en seguir línea a línea los avatares de Lisandro Farías(*), pero el viento, impertinente porque no le presto atención, me da un manotazo a la gorra y la lanza unos metros más atrás. “Amárrese el cachorro, cristiano”, me grita un barrendero, que está ahí al lado pero que se oye de lejos. Recojo la gorra y la guardo en la bolsa. Guardo también el libro y le presto atención al viento, que la reclama, no voy a estar montando toda esta algarabía para nadie, supongo que pensará, enrabietado.

Hace tiempo que no teníamos un tiempo revuelto como este, ya lo echaba de menos. Ese sonido atronador allá arriba –lo escuchaba poco antes de salir, a través de la ventana, y me parecía raro que ya hubiera tanto alboroto de coches por las calles–, que se mete en las casas silbando por las ventana, haciendo uuuuuh, como para asustar a los niños. Me gusta, pero me gusta desde fuera, estando en medio de estas sacudidas, recibiendo las aspersiones de lluvia, empujándome como para llevarme a algún lado a mostrarme algún secreto, persiguiendo el sombrero cuando me lo quita, como si quisiera jugar. Pero no me agrada estar dentro y oírlo retumbar fuera. Resulta, así, más amenazante, más aterrador, o malintencionado. Se imagina uno un viento salvaje, destrozador, airado, furioso sin motivo o con él, destrozándolo todo hasta que se le pase la ira. No. No es ese el viento que he visto hoy, en ese rato de paseo a Poncho. He visto un viento juguetón, algo bruto, como animalillo sin domar, pero joven aún, que aún no distingue entre juego y oficio.

(* El banquete de Severo, novela de Leopoldo Marechal)

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