Un coro desafinado de ángeles tuertos y gibosos, entrados en años y calvas, reservistas de los que soplan el viento en las esquinas de los mapas, espera al poeta que buscando el punto exacto de cocción de un adjetivo olvidó cerrar la espita. Al que jugando con palabras al borde del abismo cayó desde la más altiva ventana de un edificio de ocho plantas al patio interior donde se secan las discretas camisas de un oficinista, siempre azules. Al que bruñendo el cañón de un arma destinada a disparar un verso certero a tu entrecejo, lector, sufrió un accidente lamentable. Cesare, Agustín, Alejandra, Vladímir, sabemos, aquí abajo, que encontrarán ustedes el rumor de los evaporados pasos de un antílope en los coros de horribles ángeles que reciben en el cielo a los poetas.