El olor a gardenias de tu ausencia (Relato)

El día en que se cumplía el segundo aniversario de mi jubilación, contra todo pronóstico volví a saborear las mieles amargas de un amor tardío. 

 Aquella mañana de San Juan, el floreado mercado municipal de los viernes había sido sustituido por un ejército de puestos ambulantes que vendían ropa de saldo, dulces artesanales, exóticos animales domésticos, jaulas de madera para los pájaros, remedios infalibles contra el insomnio y un universo festivo de artefactos inútiles. 

La cálida brisa que subía del mar empañaba los cristales de las ventanas con un salitre húmedo que se colaba, junto con la algarabía que llegaba desde la calle, por las persianas carcomidas de toda la casa.

Con la luz resplandeciente de un recién estrenado sol de verano bañando su cuerpo, no sabría decir cuánto tiempo permanecí inmóvil, contemplando el ritmo de su respiración fatigada: estaba de espaldas, con la sábana blanca apenas cubriendo su cintura, pero podía sentir cada vibración de sus músculos debajo de la piel marchita.

Me acerqué hasta el ángulo de su hombro para memorizar el olor a gardenias que exhalaba su piel. Hacía mucho tiempo que había dejado de tener la belleza exuberante de su juventud, aquella por la que era admirada y envidiada a partes iguales en todos los rincones del pueblo, pero todavía conservaba de aquella época una elasticidad felina de animal salvaje.

El paso de los años le había regalado una figura serena y madura; y, lo que era aún más seductor, la sabiduría milenaria que emana del tiempo y un escepticismo insobornable sobre los negocios del amor.

Lo sucedido aquella mañana era un poderoso antídoto contra todos aquellos meandros de amores desafortunados que me habían conducido desde el destierro de la soledad hasta ella. Sin embargo, cuando regresé a la habitación después de la ducha, ella ya no estaba allí. No había una nota en la cama, ni nada que explicase su ausencia.

Pasé el resto de la tarde encerrado en el cuarto tratando de terminar el último capítulo de la novela que nunca se llegaría a publicar. Había resuelto empezar a escribirla al día siguiente en que firmé la jubilación, con el firme propósito de conjurar los demonios que permanecen tras una constante pero insípida trayectoria como profesor de Literatura.

Siempre tuve el prejuicio de que los profesores de Literatura son escritores sin talento que no tienen más remedio que ganarse la vida explicando la literatura que escriben los demás y que, en los rincones más oscuros de su mente, envidian con una fuerza volcánica.

A fuerza de teclear y tachar y volver a teclear páginas, además de intentar arrancarme la espinita de la vocación frustrada, trataba de llenar el vacío insolente de los días ociosos.

Pero los planes no podían haber salido peor de lo que esperaba. Sin la obligación diaria de acudir al trabajo, las jornadas resultaron ser más arbitrarias y pesadas de todas las que recordaba en mi trayectoria laboral, y la novela no terminaba de perfilarse después de ciento veinte páginas de lugares comunes leídos en libros escritos por otros.

Como no podía concentrarme en la novela, traté de poner un poco de orden en medio de un caos ancestral de papeles dispersos. Pero la mente se me iba una y otra vez hacia la imagen de su cuerpo desnudo en la cama, su silueta de violonchelo dibujada bajo las sábanas, los lunares salpicados en su espalda como un archipiélago de islas en su piel de nácar, sus hombros inertes e indefensos, su pelo enmarañado y un poco húmedo encima de la almohada, el hueco subyugante de su cuello, su respiración entrecortada. Ni siquiera el agua de la ducha consiguió eliminar el rastro del olor a gardenias de su ausencia.

Comentarios

  1. Ya luego noté que había olvidado el champú y la colonia que me había encargado Olga Shopavoba. Que había dejado subida la tapa del excusado y que algunos pelos de mi geografía corporal seguían pegados en los bordes de la bañera. La toalla olía a semanas de humanidad, entre húmeda y muy húmeda. En el pavimento muy oscuro se notaban todavía las pisadas de mi anterior amante de juanetes pronunciados. El espejo ansiaba una caricia de fairi, aunque aún quedaba una esquina algo arriba donde atisbar el careto. En el tubo de la pasta, destripada para aprovechar los últimos vestigios de lo que pudo ser crema Colgate para unos piños deslavazados y sanguinolentos, luchaba una tapa mugrienta por tirarse de margullo a la basura. En el canasto plástico, los papeles carmín de antiguos cortes de afeitado y otras minucias purulentas, luchaban por mantenerse alejados de los que rodaban por el suelo... Él pensó que tal vez Olga Shopavoba había encontrado algo más desastrada la que la vez anterior...

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