De sábanas y gatos
No sé si es buena costumbre poner nombres humanos a los gatos.
Hoy se llama Andrés. En aquel momento era tan pequeño que incluso creí que era hembra. Pasaría el tiempo, y mi hermano, no sé por qué, le llamaría Andrés.
Mi carácter, temple, temperamento, humos, o lo que sea, salta digitalmente entre el todo y la nada, sin apenas pararse en descansos intermedios. En aquel tiempo me encontraba en un estado de algo que no podría llamar euforia, pero que se encontraba, sin duda, al otro lado de la depresión. En esos momentos me ilusionaba la construcción, el bricolaje, el unir piezas sueltas que lucharan, ya sé que temeraria e inútilmente, contra la inevitable entropía. Fruto de esos estados pasaba tardes en la casa de campo, vieja, destartalada, polvorienta, que fue de mis abuelos y que, rodeada de un terreno pequeño y agradecido, conservo y mantengo, con la desidia de quién tiene que dedicar tantas horas semanales a un trabajo en la ciudad. Me dio por pasar alguna hora escasa de las tardes de invierno dedicado a construir algo, o reparar algo, que ya no recuerdo que fue.
Mi compañía, en aquel momento, fue Andrés, tan pequeño.
Llovía cómo llueve todavía en las medianías de las Canarias cuando asoma el invierno y las tardes son cortas y las noches muy largas. Y Andrés, de alguna manera extraña, se asomaba al patio, volvía y venía, mientras yo pasaba las horas concentrado en mis tareas, tan triviales como cortar ciertas tablas y procurar unirlas con la mayor precisión y firmeza posibles.
Y así pasé tardes en el patio. Descubrí que el gato intentaba pasar a las habitaciones, al refugio del frío, en peligro, porque, una vez acabada mis tareas, cerraba la casa y podría no regresar en días o semanas.
Una noche, pude intuir, más que supe, que el gato había entrado en la casa. Lo busqué en la oscuridad, iluminado por el instinto, y finalmente lo encontré en el rincón aquel donde mi padre conservaba revistas de historia, en la que ellas mismas se han convertido. No sin esfuerzo logré atraparlo y devolverlo al frío seguro del patio.
Andrés hoy, cinco o seis años después, sigue apareciendo cuando regreso a la vieja casa y me acompaña por la huerta donde transito haciendo algún pequeño trabajo.
La memoria, de los gatos y de los hombres, es amplia y bella, y ondea pendulante como sábanas secándose al viento.
Vaya...entrañable historia...
ResponderEliminarEs una historia real. Andrés es el de la foto, en mis brazos.
ResponderEliminarMe alegro muchísimo de volver a leerte!!!!!!
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