Diario de un verdugo
Mi profesión o mi trabajo, no sé bien cómo llamarlo, es matar personas con todas las garantías posibles de que se lo merecen. A este respecto, yo, la verdad, he creído tener poca cosa que decir y me he limitado, al menos en un principio, a hacer mi trabajo lo mejor posible dando por hecho que el estado y su maquinaria han funcionado debidamente para dejar en mis manos el simple acto final.
Pensarán ustedes que para hacer un trabajo así se necesita a un tipo especial, un sociópata que le llaman ahora, un loco de los de antes, o quizá a un tipo con mucho cuajo. Yo, la verdad, es que soy un tipo normal. Me gustan los gatos, por ejemplo, y como vivo en el campo, en una casa abierta, pasan unos cuantos por allí y les pongo algo de comer y hago migas con los que se dejan, que no son todos.
Familia tengo poca, ni mujer ni hijos, y amigos unos pocos también, con los que hablo por teléfono de vez en cuando o veo en pocas ocasiones. En el trabajo no sé si he hecho amigos o puedo llamarlos simplemente compañeros o conocidos. En fin, que comprendo que desde fuera mi oficio pueda ser vista como raro, o siniestro, o desagradable o miserable. La costumbre, supongo, ha hecho que yo lo vea como cosa normal, cotidiana. Tampoco es que sea agobiante, pocos reos hay que ajusticiar, con lo que tengo muchos tiempos muertos, dicho sea esto sin intención de hacer humor negro. Al año pasarán por mis manos no más de 20 o 25 reos, con frecuencias imprevisibles. Hay meses en que caen tres o seis y semestres que me los paso mano sobre mano, leyendo a los maestros rusos, que creo que son lecturas, sobre todo, Tolstoi, que me ayudan a tener un punto de vista sobre las cosas como si en vez de vivir en Valleseco viviera en Yasnaya Polyana, tan tranquilo.
Con los avances las cosas han mejorado para todos, porque no es lo mismo ajusticiar a alguien con el garrote vil, que siempre me pareció una cosa un poco de brutos, que una descarga eléctrica por mucho que deje un olor a chamusquina que se mantiene en la cámara más tiempo del que uno quisiera. No es lo mismo atornillar, que siempre piensa uno que por muy deprisa que vaya va muy despacio, que pulsar un interruptor y listo.
Dichas así las cosas se pensarán que soy un tipejo de lo más frío e irresponsable, y quizá sea verdad. Al final un mandao que despeja balones o hace lo que le mandan, como un soldado que mandan al frente a matar, pero sin que yo corra ningún riesgo, y sin saber si manda al otro barrio a un barbero, a un criminal o a un estudiante de oftalmología. Una cosa terrible, si se piensa. No puede uno dejar de pensar en Gila o en José Isbert. Ni tengo la gracia seca del primero, ni la voz del segundo. Todo en mí, salvo mi oficio, es de lo más convencional.
Lo cierto es que de un tiempo a esta parte me dio por hacer algo que supongo que es ilegal, por aquello de la protección de datos, que fue indagar un poco sobre los ajusticiados. Empecé por averiguar datos básicos cómo los delitos por los que estaban condenados, fechas y lugares de nacimiento y cosas así. Después me dio por saber en dónde vivían y cuál era su, digamos, barrio o entorno familiar, con lo que me vi en algunos lugares del extrarradio, la mayor parte de las veces, y unas pocas en vecindarios de bastante alcurnia. Así, por ejemplo, averigüé que uno de los condenados había matado a un señor de Medianés en su palacete para robarle un cuadro que estaba valorado en cuatro perras, un retrato de la mujer del ricachón, de la que el reo se había enamorado en su juventud. De ahí va uno dando saltos. No sé si por curiosidad o por aburrimiento. Total fue que me interesé por el retrato que estuvo perdido, porque el ladrón logró llevárselo hasta que la policía lo encontró en un almacén abandonado y lleno de cachibaches, no lejos de donde malvivía el ladrón en unas condiciones inhumanas. Al parecer estos dos personajes, el ricachón y el ladrón, se habían conocido en la mili, el uno casi de oficial, supongo que enchufado por su familia, y el otro de soldado raso. Y por algo que no he llegado a averiguar, la mujer se cruzó en el camino y dio origen como a una herida enterrada que vino a sacar el pus no sé cuántos años después con el efecto curioso de que el retrato fue subastado por la familia del ricachón, y he de decir, que no por los hijos, que no tuvo, sino por los sobrinos, ganando unos cuantos buenos miles de euros. Yo he visto el retrato y creo que no vale nada. Yo hubiera podido pintarlo igual y aún mejor. Y la mujer se da un aire con la dama del armiño.
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